Hace varios años, casi 4 para ser más precisa, decidí iniciar un camino diferente como profesional: el camino de la Terapia familiar. En ese espacio, escribí esto, como parte de mi proceso de formación (por lo mismo, no está intervenido desde su redacción y podrá encontrar las citas de las cuales extraje la información, muy pedagógicamente, jeje). Quise compartirlo ahora, que me encuentro finalizando mi proceso, para hacer un recuento de este fragmento de mi historia.
Aquí, las divagaciones de esa oportunidad.
Antofagasta, 15 de Diciembre de 2010.-
Cuando comencé a pensar en este
ensayo, antes siquiera de comenzar a escribir estas líneas, lo primero que hice
fue pensar en qué cosas quería yo entregar como terapeuta a quienes recurrieran
a mí, pero esto me hizo retroceder hacia otra dirección: ¿Qué es lo que
entendía como familia, qué cosas me parecían esenciales y en qué me fijaría
para hablar de terapia familiar?
Lo primero es lo primero: provengo
de una familia particular. Para empezar, mis padres se separaron cuando tenía
yo 5 años, siendo hija única. Ellos provenían de dos familias bastante
diferentes, donde la familia de mi madre siempre fue bastante “aglutinada” y no
existía realmente la privacidad ni la posibilidad de establecer muchos límites;
en cambio, en la familia de mi padre sucedía lo opuesto: cada pequeña familia
del clan era un universo independiente, que se constelaba con los otros en las
ocasiones ilustres, como el cumpleaños del patriarca o las fiestas de fin de
año. Así, nos encontrábamos en encrucijadas importantes llegadas las mentadas
fechas, dado que las familias de origen de mi padre y de mi madre nos querían
allí con ellos. Luego, al separarse, me tocó acomodarme a estas dos lógicas
cada vez que viajaba a verlos: una familia extremadamente aglutinada y con
límites permeables y otra con límites rígidos, pero desligada en lo cotidiano.
En ese contexto y, al crecer, me
fui dando cuenta de que las “familias” tenían muchas formas y no sólo aquella que
me habían mostrado históricamente, por ejemplo, en el caso de las mías,
sucedían varias cosas: por una parte, las lealtades dentro de mi familia
han tenido un impacto sumamente importante, al punto de que muchos secretos no
han sido nunca hablados en una mesa, ya que existe el grupo de los “adultos” y
el grupo de los “pequeños” (que actualmente están en la adolescencia). Daré un
ejemplo: mencioné ya que soy hija única, pero tengo dos primas menores que son como mis hermanas.
Cuando las tres debíamos cursar la
educación superior, habían muchas expectativas (y bastante claras) respecto a
qué tipo de profesionales debíamos ser: abogada, médico y kinesióloga. E
hicieron todo el esfuerzo porque nosotras también quisiéramos. De más está
decir que yo no cumplí el primer mandato, lo cual generó rencillas en mi
familia materna durante muchos años. Cuando la segunda de nosotras estaba por
entrar a la universidad, resultó que ella no quería ser médico, sino obstetra.
Fui culpada de su “traición”, dado que, como ya había yo desobedecido el
mandato familiar, no podía ser otra quien instruyera a la siguiente… esto
resultó en una larga disputa, de muchos años, hasta que comenzaran a respetar
lo que hoy somos y hacemos. (De paso,
diré que la tercera también desobedeció… hoy es profesora). Desde esa época es
que somos muy unidas, más incluso que antes. Wynne (en Boszormeyi-Nagy y Spark,
1983) definió la alineación como “la
percepción o experiencia de dos o más personas unidas en un esfuerzo, interés,
actitud o serie de valores comunes, y que, en ese sector de su experiencia,
alientan sentimientos positivos una hacia la otra”[1].
Esto, como lo que sucede en mi familia, le sucede en bastantes casos de
familias que he tenido la oportunidad de conocer. Episodios (y, por cierto,
integrantes) en la historia de estas familias han transgredido el código
normativo de las mismas y han generado múltiples problemáticas, relacionadas
con la frustración.
Ése fue mi primer foco al pensar
en un espacio familiar.
Comenté recién que creía que en
las familias sucedían varias cosas. La primera la he nombrado aludiendo a mi
propia historia. El segundo elemento llegó con mi ex-pareja. Él, al igual que
mi madre, proviene de una familia muy aglutinada, donde el desmarcarse de los
límites impuestos por los “mayores” tiene altas penas, como el silencio o la
culpabilización. Pero en el caso de él, a diferencia del mío, los códigos se
hicieron explícitos y tan serio fue esto que, durante la última mitad de
nuestra relación, mostró serios problemas para comprometerse conmigo, no sólo a
nivel emocional sino también de proyección en el tiempo. A propósito de eso,
Boszormeyi-Nagy y Spark escriben “Muchas
personas casadas descubren su incapacidad para forjar vínculos de lealtad con
sus cónyuges sólo después que ha desaparecido la atracción sexual. Quizá se
requiera el tratamiento de toda la familia para enfrentar en plenitud el grado
de compromisos invisibles que siguen manteniendo hacia sus familias de origen”[2].
Descubrir esto me llevó a pensar si es que este tipo de conductas se habrían
producido antes en esta familia, por lo que indagué. Y sí, habían ocurrido.
La madre de mi ex – pareja se hace cargo económicamente de su hermano, su madre
e incluso de un hermanastro, viviendo todos en la misma casa, porque se siente
completamente responsable de ellos, aun cuando, en su juventud, no recibió ella
ese trato. Cuando lo vi, no pude evitar pensar en Andolfi y en el caso de
“Lisa”[3],
aquella mujer que, en medio de una red intergeneracional, demandaba el afecto
de su hija, el que no había encontrado en la relación con su madre.
Ése fue el segundo elemento.
Sentí que estas dos cosas, que
tanto marcaron mi vida, formaron parte de la motivación por estudiar la Terapia
Familiar, por lo que, mis objetivos al abordar la terapia debían tener al menos
algo que ver con ellos, es decir, sobre cómo llegar a esos elementos tan
incidentes en la historia evolutiva de las familias. Por una parte, conocer el
rol de los méritos y las culpas dentro del sistema familiar y cómo eso
condiciona la forma en que seguimos generando nuevos sistemas relacionales,
además de cómo las lealtades que sostenemos en el tiempo, ya sean verticales u
horizontales, inciden en nuestra vida. Por otra parte, conocer e intentar
comprender como una red intergeneracional puede dejar “atrapados” a sus
miembros. En los casos que he tenido la
oportunidad de conocer, un gran problema que las familias refieren están
asociado al compromiso y la incapacidad referida de cortar con lazos de
pertenencia a la familia de origen.
¿La intervención? orientada a la
diferenciación del sí mismo, para promover las uniones saludables, dado que,
como refiere Withaker y Keith[4] “no es posible unirse en forma más
satisfactoria si primero uno no se ha separado de un esquema de relación en el
que cada uno de los participantes no
está en condiciones de reconocer su propio espacio personal”.
En otro punto de la reflexión,
comencé a pensar en cuáles serían los enfoques que más sentido hicieron en mí
durante este primer año de estudio. Lo discutí con algunos de mis colegas y
también con algunos de mis compañeros. Con todos ellos pude encontrar puntos de
confluencia con respecto a las preferencias. Y aunque todos los enfoques tienen
al menos algún elemento que me pareció destacable, luego de mucho pensar,
decidí que los enfoques que más cosas movilizaron en mí y que más han servido
en mi experiencia desde que los conocí fueron el Estructural, el de la Escuela
De Roma y el Transgeneracional. Ya he tocado algunos de sus puntos cuando
describí por qué quería estudiar Terapia Familiar, pero quisiera centrarme en
algunas técnicas que he tenido la posibilidad de utilizar tanto en mi trabajo
institucional (que es al que más horas dedico en la semana) como en la práctica
privada. Estas técnicas vinieron desde el enfoque Estructural, más concretamente
de Salvador Minuchin y de su Enfoque de cuatro pasos para el trabajo con
familias[5]:
me resulta interesante la posibilidad de transformar un problema que es
presentado como individual en uno familiar, lo que abre múltiples posibilidades
de intervención, hasta que el síntoma pierda su toxicidad. Por otra parte, la
posibilidad de indagar en las conductas que mantienen el problema del paciente
índice dentro de la familia sin generar resistencia dentro del sistema familiar
es todo un arte. Minuchin emplea técnicas realmente notables, como unas que
pude registrar desde una consultoría realizada por él, en la que convoca a los
hombres de una familia a colaborar con su madre, que es la que se lleva todo el
peso de las labores domésticas y de contención emocional, diciendo algo así: “¿Cómo ayudamos a esta madre a que, en vez
de ser una santa, sea una reina?” o cuando les señala a los padres lo que
podría suceder si las conductas se mantienen refiriéndose al “peligro de ser como tú: una mujer abnegada,
madre de gran corazón”. En un momento, toma algunos elementos del pasado de
la familia, para aportar al entendimiento de la situación en la que se
encuentran ahora, uniendo algunas pautas transgeneracionales, que la familia
puede ver en ese momento. Y finalmente, colabora con la familia para buscar
soluciones alternativas. En este sentido, su principal aporte, desde mi punto
de vista, tiene que ver con la provocación y el cuestionamiento de las
estructuras, síntomas y creencias que la familia trae a terapia.
Me interesa relevar, finalmente,
un aspecto sumamente importante en la Terapia, ya sea individual, de pareja o
familiar: es imposible olvidar las particularidades de las familias con las que
trabajamos en esta región: familias donde el padre pasa mucho tiempo fuera del
hogar y la madre es quien debe asumir completamente los roles de contención
emocional y de organización del hogar. Esto implica también el establecimiento
de normas, límites y del rol que cada uno de los miembros de la familia tiene
dentro de ella. Esto supone una complicación cuando el integrante que “vuelve”
intenta modificar esta estructura, basado en la autoridad que su rol nominal le
da dentro de la familia, pero que está desvalorizado en la escala funcional que
la familia ha desarrollado (generalmente, basada en lo cotidiano). Éste es uno
de los principales problemas que las familias vinculadas al sistema minero
presentan. Tener esto en cuenta, resulta
de gran ayuda en tanto se pone atención a un elemento contextual (y económico,
por cierto) que define a estas familias.
Lo anterior, sumado a lo que he
expuesto a lo largo de esta divagación, pretende ser, a lo menos, un inicio del
enfoque que pretendo establecer en Terapia y que pienso enriquecer en la medida
en que la experiencia requiera la intervención de distintos modelos y técnicas
que son, según he presentado, una especie de reflejo de mi propia historia y de
mis motivaciones para iniciar este camino de la mano de la Terapia Familiar.
[3] Andolfi, M., Angelo, C. Tiempo y mito en psicoterapia familiar. Cap. 2 Triángulos y redes
intergeneracionales (pág. 41). Edit. Paidós. 1989.
[4] Andolfi, M., Angelo, C. Tiempo y mito en psicoterapia familiar. Cap. 2 Triángulos y redes
intergeneracionales (pág. 45). Edit. Paidós. 1989
[5] Extraído de
Minuchin, S., Nichols, P. y Lee, W. Assesing families and couples. Cap. 1 Introduction:
a four-step model for assessing families and couples. Edit. Pearson.
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