- I -
Había una vez una princesa que, muy jovencita, se casó con un príncipe, también joven, que había venido a las tierras del padre de ella en busca de un tesoro perdido... y lo encontró en una manera muy distinta a la que pensó. Entonces planearon una vida felices juntos.
Todo se veia tan auspicioso... en el reino, todos los súbditos les desearon la mayor felicidad, ya que la princesa era la menor las hijas del rey y la más regalona.
Durante el primer año, nació la que sería su única hija: un engendro regalón, despierto, feliz, y con una sensibilidad especial para la música que mostró desde pequeña. Se convirtió en la adoración del reino y todas las tardes salía a corretear mariposas con algunos hijos de las doncellas por los prados del castillo. Tenía un profesor que le enseñaba hermosos cantos en una sala privada, ya que las mujeres por esos tiempos tenían prohibida la ejecución de algunos instrumentos...
Y así transcurrieron sus primeros años en completa calma. Su nodriza, una mujer mayor de origen eslavo, la cuidaba como si fuera su propia hija. Y qué bien lo hizo! sino, nuestra pequeña princesita no hubiera soportado lo que pasó después...
Resulta que un comerciante de esos que cambiaban cosas valiosas por espejos y bolas de vidrio que refulgen a la luz del sol, pero que dejan de brillar en cuanto éste se esconde, llegó al reino un día.
A buscar a la joya más preciosa de todas... a la princesa.
Al inicio, la princesa quedó encantada por los colores de los cristales que el hombre llevaba en su tienda y, cada vez que lo visitaba, le llevaba pequeños regalos hechos por las doncellas: dulces empolvados con suaves azúcares, pequeñas colleras para las camisas con piedritas recogidas del lecho del río, camisas con bordados hechos con sus propias manos...
A cambio, el comerciante le contaba breves historias de sus viajes alrededor del mundo, de cómo había liberado doncellas de enormes torreones resguadados por peligrosos dragones, y de cómo había, luego, rechazado las ofertas de matrimonio de los padres de esas doncellas (que tenían importantes dotes), ya que sus ganas de conocer el mundo eran más grandes. Así, pasó los años de su juventud, de país en país, ganándose la vida y acumulando historias para contar.
Luego, de las historias pasaron a pequeños paseos por la rivera del río, contando la cantidad de piedras verdes y azules que había en ella, lanzando pequeños guijarros al agua para ver como marcaban círculos en la superficie. También se recostaban en la hierbaa contemplar las nubes y las formas que ellas tenían.
hasta que un día, ella le entregó el más preciado de los regalos: su corazón.
Mientras tanto, el joven príncipe, junto a la pequeña princesita, dedicaban sus mañanas al aprendizaje de nuevos conocimientos que luego serían muy útiles para el gobierno del reino (y porque el príncipe pensaba que su hija debía ser una mujer inteligente e instruida, a diferencia de la mayoría de las mujeres de la época); las tardes, el príncipe se dedicaba a cazar animales en compañía de su corte y su hija y, por las noches, el padre le leía cuentos a la hija o le contaba bellas historias, incluyendo la historia de cómo él y su madre se conocieron.
A pesar de amarla mucho, poco a poco los príncipes comenzaron a distanciarse: ella, por las visitas constantes a la tienda del comerciante y él, viendo la lejanía de su esposa, se dedicó por completo al cuidado de su hija. Así, cada vez se destruía más el bello universo que los príncipes habían planeado para sí...
Pero la princesita nunca se enteró de esto. Tal fue la burbuja en la que ella vivió, que no supo, sino hasta muchos años después, cómo realmente fue que su madre, la princesa, se había ido en busca de aventuras en compañía de un comerciante de cristales de colores...
- II -
.... La princesita fue protegida durante mucho años de la verdad acerca de cómo ocurrieron las cosas, sobre todo para protegerla.
Pero la pequeña creció y, como toda niña, necesitaba a su madre que le enseñara qué hacer cuando la naturaleza comienza su vertiginoso camino, qué hacer cuando un vestido no le quedaba como ella quería, cómo debía comportarse cuando venían emisarios de otros reinos, qué significaba esa sensación como de mariposas golpeteando en su abdomen cuando veía a cierto mensajero de su amiga, la hija de la costurera que hacía sus hermosos vestidos...
Pero su padre, el príncipe, se preocupó de que nada perturbara sus años de crecimiento. Pasaron sus años de adolescencia entre las lecciones de idiomas, las clases de canto y sus tardes de paseos a las praderas.
Al crecer, su padre tomó el lugar del rey, dado que el anciano padre de la princesa que se había marchado estaba ya muy cansado para seguir, por lo que le entregó la corona al príncipe.
La princesa, también mayor, comenzó a viajar por el mundo, para conocer el mundo, hasta que halló un lugar, lejos de su país natal, donde quedó deslumbrada con las muchas academias de arte que funcionaban allí. Conoció gente muy interesante, que le enseñó a ver las cosas de una forma diferente. Aprendió a Cantar de una forma en que nunca pensó que podría hacerlo, descubrió que, al ver una pintura, no era suficiente con mirar el resultado sino que además es necesario conocer todo aquello que rodeó a la creación. Y así, muchas otras cosas... pasaron varios años en la vida de la princesa...
Pero extrañaba a su padre. Continuamente le enviaba cartas para informarle cómo se encontraba y para pedirle que la visitara. Pero su padre era tan aventurero como ella y estaba tomando sus propios rumbos...
Hasta que un día, resolvió guardar en una maleta todo lo aprendido en los últimos años y partió de vuelta a su reino.
Tantos años, al fin de vuelta en casa....
Pero se dio cuenta de que nunca había salido de ella.
Siempre estuvo allí.
Lo supo cuando, al llegar, su padre, ahora rey, salió a recibirla en su caballo y la llevó de vuelta al castillo, donde estaban sus hayas, quienes la bañaron y vistieron como siempre... y cuando, al atardecer, se sentó en el balcón del castillo que daba hacia las praderas, con su padres... como cuando era niña....
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